Hace
unos días me encontré con un amigo constructor, ya jubilado, con el que he
tenido el placer y la fortuna de trabajar, y aprender, en varias ocasiones. José
es un albañil de esos que en mi ya extensa vida profesional he conocido pocos,
casi siempre en pueblos, que posee un enorme caudal de conocimientos sobre
modos, materiales, técnicas y procedimientos constructivos históricos y
tradicionales y un extraordinario sentido común para resolver esos detalles de
la obra que el proyecto no define, las escuelas de arquitectura no enseñan, y
los arquitectos ignoramos o despreciamos solucionar.
Mi
amigo, que no acaba de desligarse de la actividad a la que se dedicó toda la
vida, sigue amando su profesión, esa a la que se entregó desde pequeño
siguiendo la tradición de sus ancestros y que le permitió alcanzar un
reconocimiento entre los habitantes de la redolada; un desahogo económico
cimentado en las horas de trabajo y el buen hacer, y la autoridad para emitir
consejos, opiniones y enseñanzas sobre cuestiones de construcción.
Recuerdo
con cariño aquellas visitas de obra cuando discutíamos sobre cómo resolver tal
o cual elemento constructivo y una sombra de pudor asomaba por mi mente reacia
a reconocer que José sabía más que yo en esas cuestiones del día a día de la
obra: cómo resolver un aparejo, cómo trazar un replanteo, cómo discernir si los
rollizos estaban bien o mal, cómo dosificar un mortero y qué cal y arena usar
para que resultase similar al que se hacía en el lugar hace 200 años…Y curiosamente
su mirada también revelaba los esfuerzos para no socavar mi autoridad de
director de obra, pensando en la manera de proponer ideas y soluciones
constructivas posibilistas que yo, con la condición de arquitecto, no siempre
vislumbraba y que él, con su bagaje de conocimientos tradicionales heredados o
experimentados en su vida profesional, resolvía de modo inmediato. Finalmente,
con una sonrisa cómplice entre ambos, y unas concesiones a la ortodoxia de la
cadena de mando en obra, adoptábamos una solución, argumentando un “porqué” al
“cómo” que él había propuesto, pareciendo así que era yo, el arquitecto, quien
había resuelto el problema.
Creo
que de esta relación laboral nació la amistad que nos une y que nos ha
beneficiado a ambos: respeto mutuo al papel de cada uno en la obra y puesta en
común de conocimientos teóricos y prácticos. José es uno de esos albañiles cuya
manera de entender la albañilería está despareciendo, pues no solo vive de su
trabajo, sino que éste es su vida, y por tanto puedes confiar ciegamente en él
para la buena marcha técnica y económica de una obra, e irte tranquilo a tu
casa consciente de que todo va a ir bien, porque eso es precisamente lo que él más
quiere: hacer las cosas bien por principio personal, por prurito profesional,
por amor a su tierra y a sus gentes y por sentirse continuador de una saga de
albañiles apegados al territorio.
Ese
día encontré triste a José. A ninguno se nos escapa que las cosas no van bien,
él no es una excepción, y la empresa familiar que ha mantenido y desarrollado con
el esfuerzo de una vida dedicada a la construcción, y el de otras muchas
personas que con él han trabajado, corre un grave riesgo de sucumbir. Me
interesé por su pesadumbre, hablamos de la maldita crisis, y fue entones
cuando, taciturno, me preguntó:
“Javier, ¿Que va a pasar con todos los conocimientos que
tengo? ¿Quién va a saber hacer estas cosas que me enseñó mi padre, y a él el
suyo, y que hoy casi nadie más sabe hacer? Lo que yo hacía no está escrito en
ningún libro, yo se lo he enseñado a mis sucesores pero si no hay trabajo ni
recursos económicos para pagar esta mano de obra, todas estas técnicas y
conocimientos desparecerán, y será lo mismo construir aquí que en cualquier
sitio. ¡Perderemos parte de nuestra tradición, de nuestra historia, de nuestra
identidad! ¿Quién sabrá resolveros a los
arquitectos tal o cual detalle cuando los últimos albañiles como yo no estén?
¿A quien recurriréis cuando quieras ser fiel a la tradición constructiva de los
pueblos? ¿A los jóvenes que siguen estudiando arquitectura o arquitectura
técnica se les enseña algo de esto?"
Y
mi buen amigo seguía entristeciéndose a medida que hablaba:
"En los pasados años de vacas gordas, para quienes hayan
sido de verdad gordas, nadie quería aprender estas cosas porque se perdía mucho
tiempo con ellas en los tajos y no daban ocupación frente a quienes solo
ofertaban rapidez, destajo y precios bajos; ahora, simplemente no hay nadie a
quien enseñar, porque ni hay trabajo ni perspectivas próximas del mismo. Soy de
los últimos, Javier, y no se si mi familia va a poder continuar así mucho
tiempo más. ¿Dónde van a parar estos conocimientos de viejo?"
Miré
los ojos un tanto vidriosos de José sin saber qué decir, qué contestar. Por mi
mente pasaban tanto momentos vividos con él en las obras resolviendo mil y un
detalles, aprendiendo de su experiencia, sintiendo en sus palabras la voz del
lugar y el eco de la tradición, como pensamientos amargos, cargados de ira,
sobre quienes nos han abocado a esta situación y ahora amenazan con arruinar,
más si cabe, el mundo de la arquitectura, introduciendo en él nuevos actores,
insuficientemente preparados, desconocedores de su esencia, del valor de las
tradiciones constructivas e incapaces de dialogar, siquiera de articular
palabra, con el ángel de la historia, el genio del lugar y con toda la corte
celeste que se prestase a hablar de arquitectura.
Yo
también me sentía triste y agobiado, por la congoja de mi amigo ante la
frustración al ver cómo se pueden desvanecer sus conocimientos sin que nadie
los recoja y por la desaparición de su mundo profesional, que también es en
gran parte el mío. Un mundo con imperfecciones y fallos; necesitado de profundas
remodelaciones en procedimientos y organización; un mundo que en más ocasiones
de las debidas se ha alejado de la sociedad a que se debe. Pero también un
mundo basado en la cercanía a las personas, en la satisfacción de sus
necesidades, en el valor del trabajo bien hecho, en la búsqueda de relaciones
entre las partes de una obra, en el diálogo con el lugar, en la búsqueda de
ideas de belleza... ¡en tantos conceptos humanistas ahora infravalorados!
¿Cómo
iba a decirle a José que ese mundo que tanto amaba y que se había formado,
generación tras generación, con el sudor de tantos albañiles como él y con el
buen hacer de arquitectos y aparejadores amantes de su profesión, de la
belleza, de los pequeños detalles que a muchos pasan desapercibidos pero que
finalmente logran que la obra construida vibre, se estaba derrumbando más
rápido de lo que creía? ¿Cómo explicarle que, en un centro de decisiones del
estado, alguien ajeno a la realidad del mundo de la construcción y la
arquitectura, desconocedor de la vida real de la sociedad a que debería servir,
estaba intentando, con visos de éxito, que dentro de poco albañiles como él
tuvieran que tratar con directores de obra o de ejecución extraños a la
arquitectura, con técnicos formados esencialmente para dirigir y ordenar
procesos productivos en cadena con definidos protocolos estandarizados, más preocupados
en maximizar réditos económicos que en la belleza, no solo estética, de un
elemento constructivo perfecto en sus imperfecciones?
Se
hizo un breve silencio, en el que nuestras miradas se cruzaron con ese gesto
cómplice que tantas veces ha resuelto problemas en las obras y que ahora sólo
era de respeto y amistad y, transmutando el gesto en una sonrisa, simplemente le
dije:
“¡Mal
rayo les parta! "
Necesitamos más Joses y menos FADESAS...si Jose come yo, arquitecto como, su mujer come y nuestros vecinos comen...si una constructora grande come una comarca entera deja de comer...eso me decía mi padre aparejador cuando aun era estudiante...cada vez hay menos albañiles jóvenes, todos trabajan para una gran empresa...y como tu bien recalcas, en ese tipo de obras la artesanía y el conocimiento adquirido brilla por su ausencia...y la verdad, nuestra profesión vive de hacer viviendas no museos...esto partirá y la profesión volverá a ser como antes, no es lógico lo q se ve...tanto seguro, geotécnico, control, juicio, certificaciones, inspecciones...todo eso es nuevo..y no ayuda nada a la profesión ya q todo son gastos para el cliente...lo q hay q hacer es viviendas de calidad y tener feliz al cliente para q vuelva...
ResponderEliminarTodos esos controles" introducidos en las obras van dirigidos a esas grandes constructoras. La pequeña no se puede permitir el lujo de fallarle al cliente porque corre el riesgo de que no le vuelvan a encargar ninguna obra.
ResponderEliminarAmen
ResponderEliminarCuanta razón hay en este post y en José. He visto en José a otros tantos pequeños constructores de pueblos con los que he tenido la oportunidad de construir y sobre todo aprender cosas que nadie me habría enseñado. Siempre les he escuchado y siempre les respetaré por la dignidad con que han ejercido su profesión y la ayuda que en muchas ocasiones nos han prestado a los arquitectos. Un homenaje a ellos desde aqui.
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